Me asomé a la memoria; amable y serena; recompuse el retrato de un bonito recuerdo; reviví la estela de colores y luces que alumbraron el singular trayecto a un encuentro íntimo con cada uno de nosotros, con lo que creemos ser y lo que somos, con lo que predicamos y con nuestros silencios; con el pensamiento y con los hechos que nos delatan; con el olvido y con el reencuentro, con el ímpetu y con las lágrimas…
Hoy como ayer y en la ventana del horizonte, se refleja la silueta de la indiferencia; vuelvo a sentir el escalofrío de un sueño incompleto, el misterio sin resolver y las respuestas sin preguntas; vuelvo a despertarme en el andén vacío, a la espera de un tren que nunca ha de llegar, persiguiendo la estación del olvido.
El viajero extiende su pañuelo y lo deposita al antojo de una brisa caprichosa que lo envuelve y lo revuelve; en su partida traza la señal de la incomprensión, el dibujo de un adiós sin retorno, de una melancólica despedida. Como el orgullo que se disculpa o la vanidad que se esfuma, la corriente aleja las sombras de lo que nunca fuimos y de lo que no quisimos ser.
Quizás pusimos el acento en la sílaba incorrecta o la rima no fue la apropiada; podría ser incluso que sí, la melodía no caló fuera no tanto por el coro sino por no haber afinado con precisión los instrumentos de la razón.
En la partitura de nuestra historia, de nuestra existencia y de nuestro legado, el “do mayor” lo da la humildad y la tenacidad en nuestra propia fe y el compromiso es el tenor que interpreta los deseos del corazón y promulga la reconciliación con los errores que cometimos.
Para todos los que alguna vez tuvisteis que cambiar de vía en algún momento de vuestro trayecto y no por ello perdisteis el rumbo.
Jesús Moya
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